sexta-feira, 27 de abril de 2012




Entrevista de José Enrique Rodó a Bernardino Machado - 1916



José Enrique Rodó


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PORTUGAL

Una entrevista con Bernardino Machado

En el palacio de Belem, donde en tiempos de la monarquía se alojaba a los huéspedes reales y donde la república tiene establecido su Eliseo, visito al Presidente de Portugal. El sitio es retirado y de hermosas vistas. El palacio, mediana construcción del siglo XVII, está circuido por amenos jardines y custodiado de esa serenidad y ese silencio que, si son ambiente propicio para la musa del poeta, debe pensarse que lo sean también para la Egeria de los hombres políticos, como lo fueron para la de Numa.
Don Bernardino Machado, el jefe actual de esta nación, es hombre de conspicuos antecedentes en el desenvolvimiento de la propaganda republicana y en los primeros esfuerzos por la organización del nuevo régimen. Llegó a la vida política con su reputación de antiguo catedrático de la Universidad de Coimbra, la Salamanca de Portugal. Presidió el directorio republicano en los últimos tiempos de la monarquía; fué el ministro de Negocios extranjeros del gobierno revolucionario, y el primer embajador, en el Brasil, de la recién instituida república. Terminado en Agosto de 1915 el período presidencial del famoso historiador Teófilo Braga, fué elegido Machado para susti- tuirle. Su carácter ecuánime y conciliador ha contribuido grandemente, en sólo diez meses de gobierno, a despejar de tropiezos el camino de las nuevas instituciones. El ilus- tre estadista ha pasado los sesenta años; pero su palabra abundosa y vibrante y la dominadora vivacidad de sus ojos manifiestan que la llama juvenil arde en su espíritu. Tiene, sobre sus condiciones eminentes de inteligencia y de carácter, el atributo sin el cual la autoridad carecerá siempre de uno de sus prestigios esenciales: la distinción personal. Grave sin afectación, llano sin vulgaridad, de una cortesía en que se reconoce al punto la tradición in- confundible de la raza, don Bernardino Machado es el caballero que gobierna.
Tratándose de un americano que le visita, se complace en recordar que la Argentina, el Uruguay y el Brasil fueron las tres primeras naciones que se relacionaron, en Portugal, con el gobierno republicano. Esto me ofrece ocasión para asegurarle que si la revolución de 1910 fué recibida en América con vehementes simpatías, hay un hecho que aún nos parece más digno de admirarse que la implantación de la república, y es la consolidación de la república.
—En efecto,— me dice,— el nuevo régimen puede considerarse, definitiva, absolutamente arraigado, en Portugal. La monarquía ha pasado a la condición de una idea histórica. Atravesamos, en los primeros tiempos de la revolución, el natural período de instabilidad: las fuerzas que el movimiento republicano contenía virtualmente necesitaban diferenciarse, organizarse, ocupar cada una su lugar y asumir la función que le era propia. Esta evolución se ha cumplido, y de ella ha resultado el orden. Tres grandes agrupaciones ocupan hoy el escenario político de las cuales dos colaboran en la obra del gobierno: el partido evolucionista, que es como la derecha de la república, y el partido radical-democrático.
Con pinceladas llenas de expresión pone ante mis ojos a imagen de los dos hombres más representativos de su ministerio: el jefe, del evolucionismo, Antonio José de Almeida, espíritu arrebatado y ardiente como un relám- pago, en la hora de la lucha, pero dotado luego de un inmenso poder de simpatía, de una de esas fuerzas de atracción que obran independientemente de las ideas, porque vienen de lo hondo de la personalidad; y el caudillo radical Alfonso Costa, una inteligencia de diamante y una voluntad de acero.
— Cada una de las colectividades que ellos representan, — agrega —, trae distinto concurso de elementos sociales a la obra común. El evolucionismo ha conquistado la
cohesión de las fracciones desprendidas del antiguo régimen y la simpatía de las masas rurales. El partido radical-democrático recibe, sobre todo, su fuerza de la pequeña burguesía. Es, en realidad, la pequeña burguesía la que hizo nuestra gran revolución. Tenía para elio mayores aptitudes que las altas clases, con sus tendencias naturalmente conservadoras, y que el pueblo, con su deficiente preparación para acoger de inmediato la idea revolucionaria. Queda, dentro de la república, una tercera agrupa- ción, que no ha aceptado participar activamente en mi gobierno. Es el partido unionista. A pesar de su nombre, no ha querido contribuir a realizar la concentración republicana. Y, sin embargo, yo desearía su cooperación. Seria esa la colectividad indicada para servir de núcleo de influencia política a los elementos del comercio y la banca; pero estos gremios, en vista de que el unionismo no ha llegado a ser partido gubernamental ni adquirido positiva eficacia, se inclinan a la izquierda radical-demo- crática, que tiene a su frente un financista, como es Alfonso Costa. Cabe dudar, entretanto, de que a un partido de la índole del radical le venga bien, para sus fines propios, la vinculación con gremios tan propensos de suyo a contener o graduar todo impulso hacia adelante...
Hablamos luego de la participación de Portugal en la guerra. Acababan de regresar de Londres y París dos de los ministros, los señores Alfonso Costa y Augusto Soares, y se atribuía a la misión que venían de desempeñar resultados de trascendencia en lo relativo a aquella participación.
—El actual conflicto europeo, —me dice—, ha puesto a prueba la unidad y firmeza de nuestra conciencia nacional. Siendo yo presidente del ministerio en 1914, cuando el estallido de la guerra, fui al Parlamento a declarar que la nación sería siempre fiel a sus compromisos internacionales, y tuve la satisfacción de ver partir, de las más opuestas fracciones de las Cámaras, muestras de caluroso asentimiento. No hemos descuidado, desde entonces, las actividades que tal decisión nos imponía. La reorganización de nuestro ejército es uno de los esfuerzos de que puede enorgullecerse la república. Ya ha visto usted las manifestaciones de entusiasmo patriótico a que ha dado ocasión la reciente revista militar de Tancos. Según todas las probabilidades, se acerca la hora de nuestra cooperación en tierra europea, como la prestamos ya en las colonias. Esta preparación cuesta a Portugal ingentes sacrificios económicos, a los que seguirán, sin duda, dolorosos sacrificios de sangre; pero el deber es sacrificio, y perseveraremos hasta el fin en nuestro deber de estar al lado de Inglaterra.
Percíbese la entonación de afecto y de respecto con que pronuncia el nombre de esta nación.
—La alianza inglesa, —continúa—, que es la tradición internacional lusitana y que responde a nuestros más vitales intereses, dada nuestra condición de pueblo colo- nizador, ha sido confirmada y robustecida, además, como necesario complemento de la política liberal de la república. Nunca la monarquía favoreció, en la realidad de las cosas, esa alianza. El interés dinástico buscaba la amistad de la corona de Inglaterra; pero en las relaciones propiamente internacionales, de pueblo a pueblo, la inclinación reaccionaria de aquel régimen le hacía temer la influencia del liberalismo inglés y le llevaba, en cambio, al lado de Alemania. Nosotros hemos restablecido en toda su fuerza la alianza natural. Y ha cooperado eficazmente a ese restablecimiento la orientación internacional de la propia Inglaterra en estos últimos años, con el am- plio sentido de solidaridad humana que ha sucedido, en su política exterior, a aquel «magnífico aislamiento» de Chamberlain. La evolución iniciada bajo Eduardo VII, me- diante el acercamiento a Francia, a Rusia, al Japóii, da ahora sus grandes resultados. Ya no sería oportuno hablar, como característica nacional, del «egoísmo inglés». Inglaterra es hoy una potencia humanitaria.
Apunto el tema de las relaciones entre los pueblos ibéricos; de las posibles trascendencias de una política que las estreche y ahonde.
—El programa internacional de la repúblca,— dice a este respecto,— incluye la tendencia a una mayor vinculación con España. Las corrientes liberales que predominan, cada vez más resueltamente en la política española, favorecen en gran manera la realización de ese propósito.
Estos dos pueblos linderos han vivido hasta ahora vueltos de espaldas. Ni se han conocido ni han experimentado interés en conocerse. Acaso en España se sabe menos aún de Portugal que en Portugal de España, y es bien poco lo que de ella sabemos. Así como la solidaridad internacional nos ha unido, sobre todo, a Inglaterra, el comercio de las ideas nos ha vinculado preferentemenet a Francia. Diríase que cuando salíamos de Portugal para viajar por Europa, atravesábamos la parte de territorio español con los ojos cerrados, y los abríamos al dejar atrás los Pirineos. Esta incomunicación debe cesar. Necesitamos y queremos amistad con España; pero la amistad, la estrecha vinculación intelectual y económica a que aspiramos, no debe confundirse con vanos sueños de unidad política. La idea de una confederación peninsular es una quimera. No sólo por lo imposible de su realización, sino también porque importa un contrasentido histórico. España y Portugal tienen destinos diferentes, genio y vocación aparte. Nosotros constituímos una nación esencialmente colonial y marítima. No ocupamos en el continente sino la estrecha faja de tierra necesaria para asentar el pie y para poder llamarnos una nacionalidad europea.
Nuestra tradición, nuestro desenvolvimiento, están en la difusión de nuestro espíritu por la redondez del mundo. La obra de la civilización española es admirable, pero a
diferencia de la nuestra, es ésa una civilización eminentemente continental...
(—¿Y la España de Colón, de Cortés, de Pizarro, de Quesada, de Valdivia?— pensaba yo, interrumpiendo mentalmente.)
Luego agrega:
—Es interesante observar cómo las afinidades internacionales que vincularon siempre a Portugal e Inglaterra trascienden a sus emancipadas colonias americanas: la política exterior del Brasil le acerca más a los Estados Unidos del Norte que a las repúblicas de origen español.
Donde la unidad de los pueblos ibéricos puede perseguirse sin obstáculo es en la esfera de la comunicación espiritual. Yo desearía que se extendiese a las relaciones entre Portugal y España, y entre Portugal y la América española, una idea que, por lo que toca a la América lusitana, tenemos ya en vía de ejecución: los viajes de propaganda intelectual, el intercambio periódico de con- ferencias, a cargo de las más caracterizadas personalidades de cada nación y en las que se tenderá a fomentar el conocimiento recíproco de ambas.
Recae de nuevo la conversación sobre política interna.
¿Fué la república una escisión histórica, un absoluto apartamiento del pasado?
—La obra de la república— declara— no significa la reacción contra las genuinas tradiciones nacionales: significa, por el contrario, una enérgica reposición del verda-
dero sentido de nuestra historia. El nuevo régimen nació de la revolución, pero este impulso violento fué el esfuerzo instintivo de la conciencia nacional contra instituciones que, en realidad, la apartaban de su cauce. Nuestro espíritu histórico es de libertad: fácil es comprobar cómo siempre que la libertad ha amenguado la decadencia nacional ha sobrevenido.
Luego recojo de sus labios esta lección de la experiencia, que sería asunto de provechosa reflexión en nuestras democracias de allende el Atlántico:
— El arte del gobierno consiste en saber valorizar a los partidos y los hombres: consiste en reconocer y hacer efectivo el valor de cada uno de ellos. Mezquina política
será la que tienda a sacrificar, a anular, a esterilizar los partidos que no sean el propio. Toda fuerza de opinión organizada tiene su razón de ser y su función social, y es necesario que se la tome en cuenta. Lejos de propender a reducir lns que existen, cuando se mira de lo alto todas ellas se nos figuran pocas con relación a la complejidad de la obra que ha de realizarse.
Bien me parecen esas nobles palabras para dejar en pie, tal como es, en la representación del lector, la personalidad de este hombre de gobierno. Estrecho su mano con el respeto que fluye tanto más imperioso de los es- píritus que, como el mío, no conocieron nunca la cortesanía ni la lisonja. Ha caído ia tarde. El sol poniente dora, en la plaza de D. Fernando, la frente de bronce de Albur- querque. Me dispongo a admirar de nuevo las grandes cosas de Lisboa: la maravillosa arquitectura de los Jerónimos, los deliciosos jardines de Cintra,., pero quiero antes de enviar a Caras y Caretas mis impresiones de esta conversación, y por su intermedio agradecer al estadista ilustre su cordialísima acogida, que, en nombre de la América nuestra, retribuí con mis votos por el porvenir de la república, la felicidad de su administración y la gloria de su pueblo.

Lisboa, 1916.





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